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Creía que ser sexualmente atrevida era un juego que tenía permitido jugar. No tenía idea del castigo que me esperaba, ni de la sorprendente sanación que llegaría.
En más de una ocasión, un hombre me ha inmovilizado bajo su cuerpo.
La segunda vez, yo tenía 23 años, estaba en la cama de un hostal en Polonia, donde había desencadenado la ira de un hombre al negarme a acompañarlo a tomar una copa. En mitad de la noche, me buscó en el dormitorio mixto del albergue, se puso encima de mí y susurró: “Te estaba esperando”.
Estaba dispuesta a sacarle los ojos con mis llaves si era necesario. Digamos que ahí perdí la inocencia. Es la razón por la que me inicié en el krav magá, luego en el boxeo tailandés, y por eso disfruto mis clases de defensa personal y artes marciales. Cuento esta historia con orgullo: “Un hombre me inmovilizó en la cama. Podría haberme violado. Por eso me dediqué a las artes marciales”.
La primera vez tenía 19 años y una fractura de cadera por patinar. Fue el verano de mi iniciación al conocimiento sexual. Él era cuatro años mayor que yo; nos habíamos conocido en las vacaciones de Acción de Gracias.
Sabía que se había quedado prendado de mí: de mi lengua viperina y mi atrevido descaro, el tipo de brío que supone un reto para ciertos hombres que te ven como una amenaza que deben apagar. Hay hombres que no soportan ver a una mujer despreocupada, que se sienten a la vez cautivados y enfurecidos. Pero en ese entonces yo no lo sabía. Era muy joven, virginal pero precoz, el tipo de mujer sexualmente inexperta que con frecuencia contaba chistes atrevidos y hablaba de sexo. Pensaba que era un juego que podía jugar. No sabía el castigo que me esperaba.
Me visitaba en el hospital a deshora y metía sus manos bajo mi bata. Me ponía rígida por el miedo y las náuseas, aunque esa forma de ser tocada me intrigaba por su novedad, lo cual hacía que mi cuerpo se estremeciera de una forma que él quizá confundía con deseo. Aquel verano, él me quitó muchas cosas, muchas primeras veces.
Me sentía halagada y exhausta por su opresiva atención y era demasiado inexperta como para reconocerla como manipulación. Era joven y curiosa, y él era insistente, así que seguí viéndolo.
En otra ocasión, en su casa, recuerdo cómo miraba mis muletas —testigos desamparados— apoyadas en un rincón de la habitación cuando me inmovilizó contra su cama, mientras le susurraba que parara y me movía para proteger mi cadera. Al final, no me violó. No fui divertida, sino aguafiestas. Les sonrió a mis padres cuando pasaron por mí.
Mi cadera se curó, pero ese roce con la agresión sexual me hizo caer en una espiral que no pude reconocer durante años. Me convertí en un ser extraño hasta para mí, incapaz de tocarme y sin ganas de hacerlo. Una experiencia de recuperación con Los monólogos de la vagina y las clases de FemSex cuando estudiaba la universidad me pusieron en el camino de la sanación. Pero tenía miedo de no curarme rápido (lo que justamente es una forma errónea de abordar la sanación).
Busqué experiencias sexuales para intentar recuperar el control. En un club bondage, me dejé atar y azotar. Me atraía la confianza radical y el consentimiento que prometían estos espacios. En parte fue liberador pero, en retrospectiva, también me engañé de manera imprudente.
Cuando, en el rincón oscuro de un club, sin previo aviso, un desconocido me dislocó el hombro y me lo reacomodó rápidamente (o eso dijo), al final no me sentí conmocionada, sino triste. Con qué despreocupación, con qué calma se le da la violencia al más anodino de los hombres.
A lo largo de los años, me desmoronaría en diferentes momentos: cuando Donald Trump se convirtió en presidente incluso después de jactarse de manosear a las mujeres cuando él quería; cuando Christine Blasey Ford dio su testimonio; con la confirmación de Brett Kavanaugh en la Corte Suprema.
En cada ocasión, lloré y rabié mientras mi pareja de hace 10 años me sostenía, y su abrazo daba rienda suelta a la tormenta de mis emociones. Me sentía muy apenada por el hecho de que él tuviera que lidiar conmigo, una persona rota que alguien más dañó. Prometió que me quitaría el dolor con amor, de esa forma ingenua y desesperada en que prometemos lo imposible a quienes amamos.
En las artes marciales encontré cierta reivindicación y control. Me estaba convirtiendo en mi propia protectora, mi propia arma. Y tenía otra función gratificante: me permitía alimentar la fantasía de la represalia. Ahora yo era el árbitro de la justicia en caso de que el mal me siguiera a casa. Aunque nunca espero que esto se haga realidad, la fantasía aleja a los espíritus del trauma.
Mi marido y yo fuimos amigos durante años antes de tener una relación sentimental. Él lo sabía todo sobre mi pasado, cada aventura, cada fantasma. Después de tres años de noviazgo a distancia, dejó su trabajo de finanzas en Singapur para estar conmigo en Rhode Island y dedicarse a su pasión, el ciclismo competitivo, hasta que un terrible accidente acabó su carrera de ciclista. Debido a mi trabajo actual, durante la pandemia nos mudamos a Hong Kong donde encontró una nueva pasión: el jiu-jitsu brasileño. Por mi parte, volví a entrenar boxeo tailandés.
Durante un año de duras restricciones por la pandemia de COVID-19 en Hong Kong, el compromiso con el entrenamiento físico nos mantuvo cuerdos, aunque entrenábamos por separado. Este año, decidimos tomar unas vacaciones y nos inscribimos a un retiro con clases de boxeo tailandés y jiu-jitsu brasileño. Él pensó que sería divertido practicar el deporte del otro. Quería enseñarme lo que tanto le gustaba.
Durante nuestra primera clase, me hizo una llave con facilidad y tuve una estúpida revelación. En todos nuestros años juntos, no había logrado comprenderlo como era: un hombre fuerte y con una condición física extremadamente buena. Por supuesto, de alguna manera ya lo sabía. Como atleta de alto rendimiento, fue ciclista de la selección nacional de Singapur, compitió en los Campeonatos Mundiales de Ciclismo, y sus amigos de jiu-jitsu con frecuencia hacían comentarios sobre su resistencia y fortaleza.
No guardé en mi mente nada de eso porque nunca había sentido su cuerpo de esa manera. Este era el hombre tierno que comparte mi cama y me ajusta los anteojos cuando se me resbalan por la nariz, cuya destreza física yo percibía mejor en su hábil uso de los palillos chinos al momento de levantar la delicada mejilla del pescado al vapor, esa parte tan preciada, que siempre guardaba para mí.
En el jiu-jitsu brasileño, el primer objetivo suele ser “pasar la guardia”, es decir, superar las rodillas del oponente para establecer una postura más dominante, a menudo montándolo. En el instante en que sentí su peso sobre mí, y sentí mi cuerpo inmovilizado contra mi voluntad, recordé esos horribles momentos de impotencia, y sentí cómo el sabor ácido del miedo se acumulaba de manera involuntaria en mis mejillas.
Nunca se me había ocurrido que mi marido pudiera ejercer violencia del mismo modo en que olvidamos que los animales, por muy lindos o domesticados que sean, son animales. Cuando barrió mi cuerpo hacia abajo y me inmovilizó, experimenté un miedo que conocía muy bien y que no quería volver a sentir.
Entonces ese recuerdo se fracturó, como un error en la mátrix, como un programa sobrescrito por otro.
Había un cuerpo sobre mí, aterradoramente fuerte, pero que yo conocía en la intimidad, el de un hombre que me ama. Su cuerpo, capaz de mucha fuerza, solo había hecho cosas agradables con el mío. Mi cuerpo, palpitante de estrés y adrenalina, empezó a zumbar de deseo. Este era mi lugar de refugio y consuelo. Aquí, en este rincón, donde dejo caer mi cabeza como una interrogante y él responde con el constante latido de su corazón. Su dominante llave de jiu-jitsu era algo que yo solo había experimentado como un abrazo.
Aquí estaba el hombre que me dijo que me quitaría el miedo con amor. Acurrucada debajo de él, mientras el antiguo temor se elevaba y luego se reducía en mi pecho, me di cuenta de que él lo había logrado. Como una ostra, había llevado la dolorosa arenilla de mi pasado al santuario de su abrazo y la había trabajado hasta convertirla en una perla que ahora me regalaba.
Cualquiera que haya temblado bajo la fría sombra de una agresión sabe que la paranoia duradera reside en saber con qué facilidad puede estallar la violencia, cómo la pasión describe el amor pero también la ira, cómo las personas más cercanas a nosotros pueden hacernos daño. Sin embargo, al invertir la ingeniería de este encuentro de violencia en nuestra sesión de jiu-jitsu, habíamos transformado esa frontera sospechosa en el lugar de mi sanación.
Siempre había descartado las promesas de mi marido de protegerme en mis momentos de desesperación porque suponía que quería decir que estaba dispuesto a hacerlo físicamente, un compromiso con la masculinidad que no me gusta. Pero no había entendido lo que quería decir.
Su promesa de protección nunca implicó venganza ni violencia, solo su convicción de que amar a alguien de manera inquebrantable podía ser transformador. Solo bastó esa promesa imposible: la de estar conmigo en mis peores días y recuerdos, no para borrar la mancha oscura de mi pasado, sino para acompañarme hasta ella y sacarla a la luz.
Jerrine Tan es escritora y profesora de inglés en Hong Kong.
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Jerrine Tan is a writer and English professor in Hong Kong.
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